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sábado, 7 de junio de 2014

Banksy


«Tous les tableaux peints à l’interieur, en studio,
ne seront jamais aussi bons que ceux peints à l’extériur.»

–Paul Cézanne.


























            El ambiente urbano se ha convertido, poco a poco, en el centro de la civilización posmoderna. Es en él donde se realizan las actividades que mantienen en marcha a la «maquinaria» que tenemos por sistema, relegando otras funciones a los espacios periféricos y rurales.
            Se ha establecido, pues, una dinámica que gira en torno a lo que sucede en la ciudad y que resulta excluyente con otros componentes de la estructura social. Se ha dado un proceso de centralización que enfoca su desempeño en puntos muy concentrados de acción, ya sea visto a nivel local, regional o nacional.
            Resulta natural, entonces, que la ciudad sea, por sí misma, receptáculo y vehículo de diversas formas de expresión nacidas a partir de diferentes fenómenos sociales. Dada la concentración de actividades en una urbe, también es de esperarse que no todas las actividades creativas –entre ellas las artísticas, por supuesto– encuentren un foro abierto para ser mostradas.
            Existen, pues, manifestaciones culturales que se han encargado de hacerse con sus propios espacios expresivos y que, para cumplir con su fin, no pueden ni deben estar enmarcados bajo la dinámica de transmisión cultural impuesta por el orden sistemático creado para dicha función.
            El arte callejero (Street Art) es, quizá, la muestra máxima de cómo los espacios citadinos (o sus paredes) pueden convertirse en los canales portadores de mensajes incluso más poderosos que aquellos diseñados para ser transmitidos por los medios masivos de comunicación.
            La apropiación del espacio público –si bien ilegal– resulta, por sí misma, una declaración de principios. Por lo general, el arte callejero es utilizado para mandar un mensaje que difícilmente sería visto por televisión, por ejemplo. Los muros se transforman en agentes capaces de darle voz a aquellos que no serían escuchados en cualquier otro lugar.
            No olvidemos que, como seres sociales, necesitamos de vehículos expresivos que nos permitan externar nuestra visión del mundo. Asimismo, es innegable que el acceso a los mismos resulta complicado –cuando no prácticamente imposible– gracias a la estructura mediadora encargada de decidir qué es digno de presentarse y qué no.
            Si bien con la introducción de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTIC) se han abierto nuevos canales para la transmisión de mensajes, éstos siguen siendo, hasta cierto punto, privilegio de unos cuantos, especialmente en sociedades subdesarrolladas y con altos grados de desigualdad.
            El grafiti, por el contrario, carece del «sentido elitista» que suele privar del acceso a otras formas de expresión artística. Simplemente está ahí, a la vista de todos. Aunque bien podría decirse que tiene un alcance limitado, al tratarse de pinturas hechas en ciertas zonas de la ciudad, no podemos negar que es ésta parte de su naturaleza.
            El arte callejero nace con una sentencia de muerte que ha de cumplirse pronto. Es efímero, fugaz, porque incluso los muros «tienen dueño». ¿Cuántas veces no hemos visto paredes infestadas con propaganda política? ¿Qué es lo que diferencia ese tipo de «pintas» de las hechas por aquellos armados con una lata de pintura en aerosol? ¿Acaso no es más ofensiva la farsa política que las pinceladas cargadas de significado dejadas por algunos artistas callejeros?
            Ahora bien, dejemos claro que no todo el grafiti puede ser considerado arte callejero. Éste puede –y debe, me parece– ser distinguido de aquél que sólo es un acto de vandalismo. Podríamos decir que el arte callejero cae dentro de la definición de «vandalismo» dada su naturaleza y su carácter ilegal, pero tengamos en cuenta que posee, también, una carga simbólica y significativa que lo separa del mero acto de profanar con pintura la «propiedad privada».
            La línea que divide lo legal de lo ilegal ha sido dibujada con anterioridad y, en ocasiones, responde a intereses que van más allá del mantenimiento del orden, la buena convivencia y la impartición de justicia. Resulta irrisorio el parámetro para definir qué es ilegal y qué no cuando «los más grandes crímenes en el mundo no son cometidos por personas rompiendo las reglas, sino por aquéllas siguiéndolas. Es la gente que, siguiendo órdenes, arroja bombas y masacra aldeas» (Banksy, 2005, p. 51).
            ¿Acaso la contaminación visual creada por los anuncios espectaculares no debería ser ilegal? ¿No resulta –la publicidad–, muchas veces, incluso más estridente y ofensiva que una buena pieza de arte callejero? El sistema económico dominante basa su funcionamiento en el consumo; por tanto, se antoja natural que dichas plataformas publicitarias sean perfectamente legales. Al final, responden a un objetivo claramente establecido: promover dicho consumo. Por ende –y haciendo gala de su doble moral–, para el reglamento social establecido, la publicidad exterior está permitida y legalizada, pero una persona armada con una lata de pintura en aerosol es catalogada como un criminal y resulta «altamente peligrosa».
            Como elemento contracultural, el grafiti resulta «incómodo» –por decir lo menos– para las autoridades cuando éste contiene mensajes políticos o de crítica social. Y, me parece, no podría ser de otra manera. La contracultura es necesaria para mantener cierto grado de equilibrio entre las fuerzas que comparten un mismo espacio.
            Hablar de arte callejero también es hablar de productos culturales alejados –en todos sentidos– de aquéllos que suelen llegar a las masas a través de los medios de difusión tradicionales. Es, pues, la expresión máxima de un mensaje que hace suyo el espacio público, desafiando directamente a las autoridades y su concepción de legalidad.
            Existen, alrededor del mundo, varios artistas que gracias a su trabajo se han hecho de un nombre y su obra es reconocida y valorada a nivel global. Ellos, de cierta manera, son los pioneros si de darle voz a una generación se trata.
            Banksy (Bristol, 1974)[1], es, quizá, el artista del grafiti más reconocido del mundo; uno de los más respetados y, a su vez, uno de los más criticados también. De igual manera, es una incógnita. Pocos saben en realidad quién es el hombre que se oculta detrás del pseudónimo; su círculo cercano es hermético y, por lo general, se sabe que estuvo en algún lugar sólo porque, «de la nada», aparecen obras suyas. Es elusivo como pocos, y parece no tener otra alternativa ya que es, me atrevo a decir, el «grafitero» más buscado del planeta; cualquier departamento de policía estaría más que feliz de anunciar su captura[2].
            Este artista británico ha logrado consumar un estilo único que lo identifica y lo separa del resto. No sólo el grado icónico es altamente reconocible, también ha dado con un discurso profundo y sumamente crítico. Su trabajo no es aleatorio, sino que está íntimamente ligado entre sí, alcanzando un grado de representatividad notable.
            Gracias a esto, el discurso adquiere mayor importancia. Resulta, pues, una mirada perspicaz dentro de una sociedad que ha perdido la razón crítica. Esto es muy importante si tomamos en cuenta que «una imagen nunca puede representar todo, el espectador tiene que llenar las lagunas de la representación, es decir, lo no representado, con su saber y sus prejuicios» (González Ochoa, 2001, p. 15), motivando así el ejercicio del razonamiento, la crítica y la construcción de juicios. Todo a partir de una «pinta» sobre una pared.
            La obra de Banksy (y el arte callejero en general) pone ante nuestros ojos representaciones de la realidad que distan de ser creadas de manera complaciente. Se alejan de las convenciones establecidas y aceptadas para atacar directamente lo que es considerado políticamente correcto. Bajo esta premisa podemos decir, pues, que no se trata de vandalismo: es una guerra contracultural.

El productor cultural no crea cultura, sino que hace negocio y, de esta manera, se inmuniza frente a la crítica especializada y se desentiende de toda responsabilidad cultural. Los comerciantes de la industria cultural basan su actividad en el principio de la comercialización y no en el contenido cultural y estético de las obras. De este modo, los productores culturales adoptan, a menudo, una postura cínica: “No en vano se puede escuchar en América de boca de productores cínicos que sus films deben estar a la altura del nivel intelectual de un niño de once años. Haciéndolo, se sienten cada vez más incitados a transformar a un adulto en un niño de once años. Ciertamente, no se podrá probar con certeza por un estudio exacto, el efecto regresivo en cada producto de la industria cultural”.

Todavía hoy podemos definir la industria de la cultura como la manera hegemónica  de producir, distribuir y consumir productos culturales en todos los ámbitos y niveles. Lo más significativo de los productos culturales actuales, sea cual sea su género o nivel, es su condición de mercancía. Esto provoca que, desde el punto de vista del productor, el problema fundamental sea vender. Así pues, al margen de su calidad, los productos deben tener salida en el mercado (Busquet, 2008, p. 163).

            Resulta, entonces, tan importante como necesaria la aparición de formas alternativas de expresión cultural. No olvidemos que «la cultura es un sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como formas simbólicas a través de las cuales se expresa o se encarna una forma de vida» (Burke, 2005, p. 29); nos define al mismo tiempo que nos trasciende. Es un fenómeno altamente dinámico que no puede –ni debe, me parece– ser hegemónico en su totalidad.
            Cuando las tendencias culturales son «dictadas» de manera vertical, resulta necesaria la intervención de contrapesos que «equilibren la balanza». Dentro de una sociedad organizada, no puede permitirse que el consumo cultural sea impuesto por unos pocos porque de ello depende nuestra interpretación de la realidad, además…

La moralidad de la sociedad de masas se degrada hasta el nivel de sus miembros más primitivos –una muchedumbre que es capaz de cometer atrocidades que poquísimos de sus miembros cometerían como individuos aisladamente– y su gusto desciende hasta el nivel del menos sensible y del más ignorante. Y, sin embargo, los responsables de la masscult toman como norma humana a esta monstruosidad colectiva, a las masas, al público. Degradan al público tratándole como un objeto al que hay que manipular con la misma falta de respeto con que los estudiantes de medicina diseccionan un cadáver (Macdonald, 1960, p. 75).

            Por tanto, el sistema cultural carece de sentido cuando se encuentra concentrado (en su producción y distribución) en manos de unos pocos que, a la postre, serán los que decidirán de qué forma se dará el consumo cultural dentro de una sociedad.
            Banksy, como agente contracultural, no hace más que poner en tela de juicio dichos axiomas. Su obra es, pues, una especie de revisión crítica de los cánones bajo los que se rige la sociedad moderna. El artista trata, bajo sus propios medios, de romper con los paradigmas establecidos; de ahí la importancia de que sus imágenes sean representativas, ya que «la función de la imagen es proporcionar una posibilidad de manifestar, por los medios adecuados, una serie de valores que no pueden captarse y guardarse más que a través de su propio sistema» (González Ochoa, Ibíd., p. 77).
            Asimismo, y retomando la noción de «guerra», podemos decir que Banksy es un «ejercito de un sólo hombre». Y como en toda guerra, existen violencia y batallas. De cierta manera, cada nueva obra hecha por el artista británico es un disparo certero al «enemigo». Su guerra no es sólo contracultural, también es brutalmente sígnica y simbólica.

Pross define la violencia simbólica como «el poder hacer que la validez de significados mediante signos sea tan efectiva que otra gente se identifique con ellos». Así, la violencia simbólica es la violencia ejercida por un signo que es tan fuerte como signo que es capaz de imponer por la misma fuerza del signo como verdadero y legítimo un significado. La violencia del signo es la capacidad que el signo tiene de imponer por sí mismo un significado que de suyo no es verdadero.

Los signos, dice Pross, son una creación del espíritu humano. Pero una vez que el hombre los crea, se entrega a ellos, no puede desprenderse de ellos. Queda preso en la red de símbolos. Y es que el signo determina por sí mismo qué es significativo de lo real, es decir qué es relevante. Aunque Pross, no lo hace, cabría jugar con el doble sentido, en alemán, de la palabra Bedeutung, que es a la vez la referencia y lo relevante. El signo determina qué es lo relevante dentro del continuo social. Si esto es así, entonces los signos y los símbolos median siempre en la experimentación de la realidad por parte del sujeto (Arregui, 1986, p. 216).

            Así, a través de la apropiación de determinados símbolos, Banksy los «desacraliza» mediante un proceso que, visto a la distancia, resulta tan violento como aplastante.
            Así como «no es la muerte la que penetra violentamente en la vida, sino propiamente la vida la que aparece como un intruso extraño en lo inanimado» (Sloterdijk, 2003, p. 235), la obra de Banksy irrumpe en la aséptica urbanidad posmoderna. Ahí encontramos la raíz de su brutalidad: hace suyos espacios aparentemente intocables, pero que en realidad son «tierra de nadie».


            Probablemente en la actualidad a nadie le sorprenda la aparición de un nuevo grafiti en un muro; quizá la única reacción será un gesto de desaprobación o algún tipo de comentario a la ligera. Pareciera que pasamos por alto el hecho de que es ilegal –como ya se ha comentado– y que por ese simple hecho representa una afronta directa a la autoridad y eso,  per se, ya es una poderosa declaración.
            Ahora, cuando dicha declaración va de la mano con el talento, la técnica y la inteligencia del ejecutante, estamos ante una auténtica expresión contracultural, cargada de significados y, por tanto, llena de atributos que son dignos de valorar.
            Tal como lo hace Banksy, generar todo un sistema de significados alrededor de su obra no es cosa fácil. Se requiere de una gran astucia y, especialmente, de una sensibilidad altamente desarrollada. Este es otro de los aspectos que pueden explicar a la perfección su éxito.
            La técnica sin sensibilidad –no sólo artística– no suele producir resultados tan impresionantes. Si bien, Banksy basa la mayoría de su trabajo en esténciles, éstos son diseñados de forma inteligente; el formato es solamente una cuestión de practicidad: «es rápido, fácil de transportar y otorga un máximo impacto» (Clarke, 2012, p. 43).
            Encontramos, entonces, a un artista que «piensa por sí mismo. Y no sólo piensa por sí mismo, lo pone a la vista para que todos los vean; para que lo rechacen o concuerden; para que se sientan provocados o iluminados» (Clarke, Ibíd., p. 23).
            Esto es, quizá, lo que legitima no sólo a Banksy, sino a su obra: la transmisión de un mensaje propio y auténtico, exhibido sin más afán que el de decir algo de la manera más artística y mordaz posible. No existen agendas ocultas, solamente un posicionamiento claro y firme respecto a lo que pasa en el mundo.
            Su discurso podrá parecer corrosivo visto bajo una óptica conservadora –misma que, me parece, es la utilizada tanto por sus perseguidores como por sus detractores–, pero dada la coyuntura actual, hablar de la obra de Banksy es echar luz sobre la crítica más inteligente que se hace desde hace mucho tiempo.
            Si bien gran parte de su obra se puede encontrar localizada en el Reino Unido, el mensaje es global. Gracias a la construcción de la cultura occidental y su sistema de valores compartido, podemos pasar el arte de este disidente bajo el lente global y encontrar que su crítica es aplicable en diversas latitudes. Hablamos, pues, de imágenes icónicas que carecen de límites. Las construcciones simbólicas que delimitan el arte de Bansky son, hasta cierto punto, mundiales.
            El sistema económico y político compartido por muchas naciones alrededor del mundo –con todos sus resultantes incluidos– está basado en la construcción de un imaginario colectivo encaminado a perpetuar una estructura que ha demostrado en más de una ocasión sus falencias.
            El arte es de los pocos recursos a los que aún nos podemos asir para intentar salvar algo del «barco que se hunde» día tras día. Aquí, el movimiento contracultural juega un papel preponderante ya que es verdaderamente crítico, analítico y ajeno a los intereses que mantienen a flote la falacia construida alrededor del capitalismo; de hecho, la principal misión de la contracultura no es sólo complementar al sistema cultural vigente, sino rescatar el aspecto humano de la sociedad actual.
            Siendo así, es comprensible que la contracultura se valga de cualquier medio disponible, incluso de aquellos considerados «ilegales». La ilegalidad, cabe mencionar, es un concepto relativo. Por ejemplo, cabría preguntarse: ¿qué pasaría si el grafiti fuese legal? ¿Dejaría de ser peligroso cuando se torna altamente crítico? Es más, ¿existiría el fenómeno si fuese permitido?
            El arte –o al menos ciertas partes o sectores de él– son de una naturaleza contestataria. Existe para mostrar otra cara de la moneda; esa que, a menudo, no puede ser vista porque simplemente no tiene una aplicación funcionalista o carece de valor de mercado.
            Vivimos en una era donde…

La distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo. Lo que tiene éxito y se vende es bueno y lo que fracasa y no conquista al público es malo. El único valor es el comercial. La desaparición de la vieja cultura implicó la desaparición del viejo concepto de valor. El único valor existente es ahora el que fija el mercado (Vargas Llosa, 2012, p. 22).

            Lamentablemente, esta visión mercantilista parece ir más allá de los productos de consumo (de cualquier índole) para instalarse en lo más profundo de la percepción de la vida cotidiana de las personas, incluso en su relación con los demás. «Tanto tienes, tanto vales. Tanto vales, tanto puedes. Tanto puedes, tanto tienes. Tanto tienes…» pareciera ser el círculo vicioso al que se ha orillado a la convivencia humana a raíz de un sistema profundamente desigual.
            Es trabajo del arte, pues, exponer  dichas falencias; reflexionar sobre ello para –por utópico que suene– encontrar una solución que permita, por fin, la construcción de una sociedad más igualitaria.
            Me parece, pues, que Banksy –junto a otros tantos «guerrilleros»– ha hecho de esto su causa. Lejos de los reflectores y las cámaras se está librando una cruenta batalla por la igualdad y no hay que ir tan lejos para presenciarla, basta con observar detenidamente las paredes de las ciudades.
            El poder de la imagen radica en su alto grado de representatividad. A través de ella es posible crear universos con significantes ricos en hondura conceptual y comunicativa que permiten una interpretación de la realidad alejada de la que se nos presenta día tras días gracias al sistema.
            Bien dicen que «una imagen vale más que mil palabras», y aunque es sumamente discutible, ejemplifica perfectamente el alcance que un signo puede llegar a tener dentro de un contexto determinado. Cuando las condiciones están dadas, no hace falta más que una sola imagen para referenciar, si se quiere, toda la realidad social.
            El arte de Banksy podrá parecer «banal» pero, en esta época, ¿qué no lo es? Además, juzgar tan a la ligera toda una obra –misma que abarca campos más allá del grafiti– sería caer en una simplificación terrible, restándole importancia a uno de los artistas más influyentes de nuestra generación.
            Este artista británico es tan astuto que ha sabido leer el contexto perfectamente. En un mundo donde hasta la política se ha unido al espectáculo, es precisamente lo «banal» lo que acapara los reflectores. No nos engañemos, el trabajo de Banksy podrá parecer superfluo, banal e insignificante porque él así lo quiere, porque sabe que así logrará tener mayor impacto; pero la realidad sobre su arte es otra: es el lobo disfrazado de oveja. Aparentemente inofensivo, está lleno de significantes inteligentemente plasmados en cada una de sus pinturas. Lo mejor de todo es que están ahí, a la luz, para que los vea quien los quiera ver y, especialmente, para quienes sean capaces de verlos.

            El grafiti no es la forma más baja del arte. A pesar de tener que arrastrarte a través de la noche y mentirle a tu madre, es, de hecho, la forma de arte más honesta disponible. No hay elitismo ni bombos, se exhibe en los mejores muros que la ciudad tiene para ofrecer y nadie se queda afuera por los precios de admisión.

Una pared siempre ha sido el mejor lugar para publicar tu trabajo.

La gente que lleva las riendas de nuestras ciudades no entienden al grafiti porque piensan que nada tiene el derecho a existir a menos que deje una ganancia. Pero si lo único que valoras es el dinero, entonces tu opinión no tiene valor.

Dicen que el grafiti asusta a la gente y que es un simbolismo del derrumbe de la sociedad, pero el grafiti sólo es peligroso en la mente de tres tipos de personas: políticos, ejecutivos de publicidad y escritores de grafiti.

La gente que en realidad desfigura nuestros vecindarios son aquellas compañías que garabatean sus gigantescos eslóganes a través de los edificios y autobuses tratando de hacernos sentir inadecuados, a menos que compremos sus productos. Esperan poder gritarte sus mensajes en la cara desde cualquier superficie disponible, pero tú nunca puedes contestar. Bueno, ellos han comenzado esta pelea y los muros son el arma elegida para devolverles el golpe.

Algunas personas se convierten en policías porque quieren hacer del mundo un lugar mejor. Algunas personas se convierten en «vándalos» porque quieren hacer del mundo un lugar que se vea  mejor (Banksy, Ibíd., p. 8).




























Referencias bibliográficas:

·      Banksy. (2005). Wall and piece. Londres: Century. The Random House.
·      Burke, P. (2005). La cultura popular en la Europa Moderna. Madrid: Alianza.
·      Busquet, J. (2008). Lo sublime y lo vulgar. La “cultura de masas” o la pervivencia de un mito. Barcelona: UOCpress.
·      Clarke, R. (2012). Seven years with Banksy. Gran Bretaña: Michael O’Mara Books Ltd.
·      González Ochoa, C. (2001). Apuntes acerca de la representación. México: Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM.
·      Macdonald, D. (1960). Masscult y Midcult. La industria de la cultura. Madrid: A. Corazón.
·      Sloterdijk, P. (2003). Esferas I. Madrid: Siruela.
·      Vargas Llosa, M. (2012). La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara.
·      Yarce, J. (Ed.). (1986). Filosofía de la Comunicación. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra.


[1] Poco se sabe de su biografía, por lo tanto su año de nacimiento no se puede confirmar aún.
[2] El pasado mes de octubre, el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD), al enterarse de la residencia del artista en la ciudad, se dio a la tarea de «cazarlo», sin éxito.  Incluso, el mismo Banksy tuvo que suspender su actividad durante un día debido a la fuerte actividad policial destinada a atraparlo.

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